¡Almas del mundo! Tal y como prometí en la entrada anterior… ¡He bajado la colina para conocer las profundidades tesalónicas! En realidad la proeza no es tanta si tenemos en cuenta que la inercia te acompaña al bajar la cuesta, incluso, a veces, la muy zorra te viene a buscar a casa mientras te encuentras sin ganas de moverte. Para ella tu apatía hacia el mundo exterior es un estado transitorial previo a lanzarte a las cumbres borrascosas que llevan hasta la parte baja de la ciudad.
Sin embargo, esa sensación de estar imantado al centro de la ciudad (que no casco histórico) no es suficiente para llegar hasta él. En el camino siempre te topas con un obstáculo, el cual es invisible para mis piernas ya que ellas bajan cegadas en su affair con la inercia. La dificultad se la encuentra el corazón, pues una manada de gatos y perros callejeros se te cruza para retarte con la misma voz que tu paisano Antonio Banderas.
Existe un método infalible para cruzar ese muro emocional sin acabar con un cargo de conciencia similar al de haber robado el almacén completo de un comedor social: el transporte público. Sí, en todo blog de viajante que se precie hay un apartado reservado para el tráfico, y como yo no iba a ser menos no he podido aguantar más.
Decir que el tráfico aquí es caótico sería parafrasear a cualquier turista que llega nuevo a un país desconocido, así que como soy tan repelente como ocurrente (prueba de ello la rima que acabo de marcarme) lo voy a calificar como un tránsito de pasajeros con un código de funcionamiento notoriamente diferente al de mi país de origen (y aquí está la prueba definitiva sobre mi tendencia repelente). Aunque soy más andaluz que una siesta de cuatro horas a las ocho de la tarde, no suelo caer en exageraciones, así que estoy siendo sincero al señalar que el mayor riesgo de muerte inminente con el que vivo aquí a diario es el atropello.
Cada vez que llego a casa o a la oficina pienso en lo afortunado que soy, pues mi cuerpo todavía no ha sido lanzado a la velocidad del sonido en una de esas curvas de visibilidad nula que he de cruzar al toparme con que el arcén por el que camino se termina tras haber recorrido ocho kilómetros desde el último paso de peatones que viese. Por supuesto, los packs a un kilo de yogur griego que cargo junto al resto de la compra son un impedimento para contemplar la remota posibilidad de regresar a aquellas desgastadas rayas blancas que, en teoría, sirven de puente con el otro lado de la carretera. Y si digo en teoría es debido a que, por el momento, la única fórmula que he hallado para que un conductor me ceda el paso donde me corresponde es imitando a aquellos mezquinos gatos que me rompen el alma cada día.
Por suerte, estos griegos tienen un gran sentido del humor, así que colocan semáforos para que los viandantes se piensen que pueden cruzar en paz. Eso sí, el chiste les dura tres segundos, no vaya a ser que los transeúntes se relajen más de la cuenta… Por ello, al no poder contra el enemigo me tengo que unir a él, y la única forma de hacerlo es subiéndome a uno de esos vehículos que, por cierto, acabo de escuchar derrapar mientras escribo estas líneas.
No obstante, si te subes a un vehículo con la ilusión de estar a salvo mientras te desplazas… Te has equivocado de dimensión. Mi única experiencia como pasajero en un coche privado fue aquel día en el que llegábamos tarde a entrevistar a una gente (esto es un dato totalmente relevante, porque viendo cómo se las gastan al volante habitualmente, sumarle las prisas hacen del estreno una experiencia épica). No me dio tiempo a poner el primer pie sobre semejante tartana cuando ya me puse a buscar el cinturón, el cual se encontraba pisado por el propio sillón. Mientras intentaba desatascarlo me detuvo el conductor (presidente de la asociación que me ha traído a este país), su argumento fue “es obligatorio únicamente en los asientos delanteros, detrás no hace falta”. ¿Que detrás no hace falta? Qué fácil es decirlo cuando vas atado ahí delante… ¡PEDAZO DE MAMONAZO!
Ciertamente, aún por mucho empeño que le pusiese, ambos cinturones de atrás estaban atascados bajo los sillones y resultaba imposible darles la utilidad para la que habían sido diseñados: ¡protegerme en ese preciso trayecto! La idea de pasar todo el viaje con mi ser ingrávide dando tumbos por cada rincón del automóvil me hizo pensar por un momento que se trataba de una maniobra de un cuerpo de inteligencia para acabar conmigo. Pero estar aquí contándolo invalidaría tal hipótesis, así que ¿llegué de una sola pieza?
En cuanto a las obras del metro, empezaron el mismo año que en Málaga (2006), sólo que aquí prefieren inaugurarlo en el 2016 (siempre y cuando no se encuentren con más ciudades subterráneas). Mientras ese día llega, los griegos se contentan con la fantástica red de autobuses que cruzan la ciudad. Y es genial por todo, porque puedes entrar y salir por la puerta que se te antoje del bus, mientras que los tickets se gestionan con las canceladoras del interior, lo cual pudo tener algo que ver con que en mi primer día en la ciudad (que no sigan leyendo quienes se escandalizaron con el tour ilegal descrito en el post anterior), Salónica ya me invitó a un par de viajes que fueron amenizados por los gritos de decenas de jóvenesque vociferaban “no pares a recoger más gente que no cabemos”, aunque en griego sonaba tal que así: “minstamatsetsy lléxeiprssótrousn throuspous”. Suerte que al volver contamos con unos guardias de seguridad que modelaban la masa humana para que entrásemos de cualquier forma, indistintamente de que pagásemos o no. Y es que el precio es otro síntoma del humor de los griegos gachones, pues desde que he llegado ha experimentado una subida del 25%. No obstante, cuando más me reí fue aquella noche en la que esperaba el bus y podía ver en el letrero los minutos restantes para su llegada “tres”, “dos”, “uno”, “veintidós”, “veintiuno”, “veinte”… Y así hasta llegar a uno y vuelta a comenzar para acabar con mi paciencia y volverme andando, no pudiendo evitar el cruzarme con los putos gatos.
Paciencia es lo que no me ha hecho falta para ver el pico más alto del país, ya que el día menos pensado echó las nubes a un lado y se acercó hasta nosotros. Y pocos días después se fue, dejando un vacío en el horizonte similar al que pudo sentir Deméter cuando Hades raptó a su hija Perséfone. Así, me reúno con aquella madre para pedirle a Helios que nos devuelva de nuevo lo que nos pertenece. Tal vez, la recurrente desaparición del Monte Olimpo es parte de la deuda que lleva periódicamente a Perséfone al inframundo desde que se tomó aquellas semillas de granada, víctima del engaño de Hades.
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