Mi llegada a Francia fue en noviembre. El viaje fue algo precipitado, pues se produjo apenas tres semanas después de que empezara a buscar proyectos de voluntariado. No conocía el sur de Francia, ni las diferencias culturales que me iba a encontrar, además de que mi nivel de francés no era muy fluido.
La bienvenida fue estupenda, mi tutora y mi compañera Elena, una chica italiana que también formaba parte del CES, me vinieron a buscar a la estación. Desde allí fuimos a la casa de mi tutora, donde comimos junto a toda la familia, hablando sobre nuestros países y el trabajo que iba a desarrollar durante mis ocho meses de voluntariado.
Mi trabajo en Magalas fue muy diverso, pues consistía en varios proyectos diferentes, como “profesora” de español en dos colegios, monitora de niños de entre tres y seis años durante sus vacaciones y días libres, ayudando en el montaje y desmontaje de escenarios en obras de teatro y monólogos cómicos, informando y aconsejando a jóvenes que, como yo, querían hacer un voluntariado europeo y también preparando actividades para jóvenes, como por ejemplo un Escape Game de temática europea. Tener tantas labores diferentes fue algo que no tenía claro si me gustaba o no. Por un lado, está bien conocer diferentes oficios, pues te ayuda a saber si alguno de ellos es a lo que te gustaría dedicarte en el futuro. Por otro lado, tener una obligación diferente cada día es algo desconcertante, no se llega a coger una rutina y tardas más tiempo a habituarte a las reglas de trabajo. En definitiva, no puedes enfocarte en un único proyecto que desarrollar y en el que poner todos tus conocimientos, ideas y energía.
Pero durante el CES no todo es trabajo, fue un tiempo que aproveché al máximo para viajar. Vivir en un pueblo tan pequeño e incomunicado como Magalas fue una dificultad, pues no había muchos trenes al día y el último en regresar era a las 18h. Sin embargo, de vez en cuando organizaba viajes de un día en los que visité varias ciudades relativamente cercanas, como Carcasona, Toulouse y Montpellier. También aproveché algunos días libres para ir a ciudades más lejanas como Lyon, Marsella o Aviñón. Pero lo mejor de todo fue la época de navidad, en la que mis padres me vinieron a visitar en coche, por lo que nos pudimos mover por Francia sin depender del transporte público. Visitamos desde Narbona hasta Mónaco, pasando por ciudades como Arles, Saint-Tropez y Cannes.
Un tema importante durante el voluntariado es la socialización. A pesar de trabajar con gente joven, parte del servicio cívico francés, fue difícil socializar con nativos. Fue algo chocante, pues me esperaba que, al ser dos jóvenes extranjeras en un ambiente laboral ya creado, los compañeros iban a sentir curiosidad por nosotras, nuestro voluntariado y nuestras costumbres. Sin embargo, no fue así. La única persona cercana que conocí durante mi experiencia fue mi compañera Elena. Ella es la única voluntaria extranjera que me acompañaba, ejercíamos la misma labor, vivíamos juntas y pasábamos por las mismas experiencias. Pero, a decir verdad, eché de menos tener más personas alrededor viviendo la misma experiencia que nosotras.
En lo relativo a la forma de vida en un pequeño pueblo de Occitania, tanto la cultura como las costumbres y los pensamientos son muy diferentes a lo que acostumbro a ver en Madrid, mi ciudad de origen. Por lo general la gente que encontré no es tan abierta como en España y tienen costumbres y pensamientos que yo considero que en contra de la libertad individual. Fue algo que nunca me dejó de chocar, pero te hace darte cuenta de que el mundo no ha avanzado tanto como queremos creer.
Pero en definitiva es una experiencia que me ha enriquecido. No ha sido todo perfecto, como cualquier vivencia, pero lo importante es que la parte buena ha sido muy buena. Definitivamente se la recomendaría a cualquier persona que quiera salir de su zona de confort, aprender un idioma, experimentar por primera vez un trabajo, conocer nuevas culturas o simplemente relajarse y divertirse durante un año.